Hubo épocas donde desafiábamos al destino y la fortuna nos importaba tan poco que la quemábamos apurando cigarro tras cigarro. Bebíamos despreciando el mañana, entre el humo y las risas el mundo podía girar todo lo que quisiera sin que moviéramos un dedo por él. Éramos los dueños de nuestra miseria y estrangulábamos el tiempo a pullas y lecturas infinitas.
¡Pero la juventud pasó! Y ya es mañana, y mordemos el polvo. Nos arrastramos como gusanos comiendo los desechos del sistema. ¿Cómo nos vencieron? No lo sabemos. Pero aprendimos a tener miedo y a ser prudentes, a dar cada paso temblando por el mañana. Nos nivelaron los sueños, nos preocupamos por el futuro, y el mundo es algo que nos importa. Creemos en sus valores y en vivir mejor, adoptamos sus maneras y sus gestos, usamos sus ropas y sus peinados. Hicimos todo lo que los hombres sensatos y de mundo nos dijeron que teníamos que hacer. ¿Y cómo resultó la obra ahora que la tenemos frente a nuestros ojos? Tal vez tenemos algunas cosas, y nos llevamos comida a la boca, algunos hasta viven holgados y hablan de la “buena vida”.
Pero ciertamente algo apesta, llega un olor pestilente que se asoma tras nuestras ropas, algo hiede de forma insoportable que hace voltear la cara y respingar con la nariz. Es la pestilencia de la putrefacción de nuestra alma que yace podrida en el olvido.
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